Podría apostar que la gran mayoría de quienes leen esto ahora han escuchado expresiones como “lo ves y no das un peso…” o, al hablar de una pareja donde una persona es más agraciada físicamente que la otra, algo como “qué bueno, hay que mejorar la raza…”
Si más allá de escucharlas, las hemos dicho de viva voz, casi en automático nos justificamos diciendo que lo decimos sin mala intención, como broma o ya, de plano, de manera inocente. Y puede ser que no nos mueva la intención consiente de lastimar a nadie. Ese es el peligro de los estereotipos y los prejuicios. Los tenemos tan interiorizados que de verdad, los percibimos como inofensivos.
Señalar la discriminación a la distancia, es tomado como una toma de conciencia muy aplaudible. Hacerlo en primera persona casi siempre es descalificado. Porque nos parece loable que un tercero levante la voz por las mujeres, las personas indígenas, las personas con discapacidad o los integrantes cualquier otra minoría pero si alguno de ellos en primera persona se queja de discriminación, muchas veces nos parece exagerado.
Hablemos específicamente del racismo.
En un país con nuestra historia étnica, con una presencia importante de población indígena y un número mayoritario de personas de piel morena que representan el mestizaje, nos sigue costando mucho trabajo reconocer el racismo y el clasismo en el que vivimos.
Esto viene a colación por la polémica desatada recientemente en redes sociales en torno a la Formula Uno en CDMX, evento que algunos señalaron como una representación de la pigmentocracia. Miles de voces a favor y en contra de tal aseveración se han dado con todo en Twitter, descalificando los argumentos del de enfrente y para mi gusto, dejando de manifiesto lo más importante: la división, otra vez.
Esta no es una columna de temas políticos pero estoy segura que en estos últimos meses, con la llegada del nuevo gobierno, la mayoría de las personas que leen esto han tenido discusiones acaloradas con alguien que tiene ideas políticas diferentes a las suyas. Mucho se ha dicho de los nuevos funcionarios de todos niveles, lo cierto es que argumentos recurrentes para descalificarlos han sido su color de piel y su extracción social.
Millones de caracteres se han usado en posts que señalan la complexión física, las escuelas donde estudiaron e incluso las comunidades de donde provienen esos nuevos actores políticos.
En una sociedad donde se tiene una fascinación por lo joven, lo bonito, lo delgado y lo güero, todo lo que sea contrario a eso es utilizado como argumento de descalificación e incluso, de invalidación. Eso no es otra cosa más que discriminación. Y no creo que nadie esté en condiciones de tirar la primera piedra, pero cómo nos cuesta reconocerlo.
Estamos tan acostumbrados a la denostación cotidiana, que nadie se siente mal por prejuzgar a quienes viven en Iztapalapa, ciudad Neza o Ecatepec, porque en el imaginario colectivo esas zonas son solo fábricas de miles de “Kevins” o “Bryans”, apelativos acuñados para identificar a jóvenes de muy escasos recursos que se dedican a beber, drogarse, perrear y asaltar; ah, y claro, en sus ratos libres embarazan a las “Kimberlys” de su colonia, y así, perpetúan su estirpe.
¿Para alguien que viva en CDMX lo que acaban de leer les resulta totalmente ajeno?
Eso es discriminación.
Eso es racismo y clasismo.
Eso es de lo que estamos hablando.
La pigmentocracia va un escalón más allá y se refiere al acceso a oportunidades o falta de ellas según el color de la piel.
Y aquí entran a la conversación cientos de anécdotas que estoy segura que nos resultan familiares: desde ser elegido –o no– para dejarte entrar a un antro, ser atendida de inmediato o tener que esperar en algún establecimiento comercial o incluso, en igualdad de circunstancias respecto a la preparación, ser designada recepcionista y ser la cara de la empresa o mandarte a trabajar tras bambalinas, donde la gente no te vea.
Yo soy de las que creo que es muy importante que estos temas estén hoy sobre la mesa, porque claramente no es algo nuevo, pero sí es algo de lo que se tiene que hablar y hacer más, mucho más.
Estoy convencida que sí, hay que mejorar la raza, pero no para movernos hacia un tono específico de piel, sino hacia un nivel muy alto de valor por la dignidad de las personas. Eso sí significa superioridad. Todo lo demás, son expresiones de la misma ignorancia e injusticia que han alimentado a muchas ideologías fascistas a lo largo de la historia y por todo lo ancho del planeta.
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