Terminar algo o con alguien es de los duelos más dolorosos, sea una amistad, un trabajo, un amor (peor tantito). La sensación de haber perdido se apodera de nuestros pensamientos. Preguntas como: y ahora ¿qué será de mí? o pesimismos como: nunca más volveré a amar o jamás me volverán a contratar, autoataques como: no soy lo suficientemente (inteligente, joven, asertiva, creativa, guapa, rica, etc). Sobra hablar de otros mini duelos como la rutina diaria, tu camino acostumbrado, tus horarios, colegas, vecinos, el café de las siete, la tiendita y toda aquella periferia que ya no será parte de tu día a día.
En lo personal, entre éste y el año pasado me ha tocado perder mucho, casi todo: dos trabajos, un pajarito, un gato, mi relación de pareja, ese amor y la casa donde vivimos juntos tres de nueve años de relación. También perdí apetito y, por lo tanto, peso -de lo cual no me quejo-; he perdido horas de sueño ganando insomnio y he perdido concentración y ganado en ansiedad y en días tristísimos. Los primeros meses te dicen que esto va pasar, tú solo piensas que no vas a poder superar ese infiernillo, pero hoy te lo digo, tienen razón, pasa.
Y no sólo pasa, tú tienes gran responsabilidad en hacer que suceda y hasta puedes influir en cuánto tiempo. Lo que también te prometo es que hay mucha ganancia, al final descubrirás, sí o sí, alguna (con suerte dos o todas) de estas tres opciones en tu vida: algo nuevo, algo diferente o algo mejor.
Uno de mis amigos de toda la vida que tiene un especial humor sabio-negro me decía «verás que serán tus peores 48 horas de la vida, después te regresará el alma al cuerpo«. Obviamente fueron bastante más, pero gracias a esa inyección de pensamiento decidí meterle acelere y prometerme un tiempo justo de duelo, pero relativamente corto, (aquí me refiero únicamente a mi relación amorosa)…
¿Cómo o qué hice? «aceleradores de proceso»
Primero pacté conmigo misma los tiempos: 3 meses de semi-drama para esperar activamente aguardando la esperanza de que él regresara, lo cual no sucedió, pero fue el tiempo donde invertí en mí como nunca lo había hecho. Y tres meses más (un total de 6) para guardar esa esperanza en un cajón bajo llave y recuperar o más bien empezar mi nueva vida ya sin drama ni sufridera ni lealtades caducas. Estoy viviendo la mitad del cuarto mes.
En la primera etapa, leí y releí toda clase de libros de autoayuda (Los hombres, algunas veces por desgracia, siempre vuelven; Las mujeres que aman demasiado; Ya te dije adiós, ahora cómo te olvido, El arte de separarse, Me quedo o me voy, y la lista sigue porque estudio Parejas en Psicoterapia). Además me reencontré con mi diario.
Claro que empecé por ir con mi amiga estilista a hacerme el cabello y no dejé de trabajar ni un sólo día en Kena, –el trabajo te obliga a salir temprano de la cama, a arreglarte, a distraerte, a volver creativa tu tristeza, a convivir con gente, a hablar de otras cosas–…
Regresé a vivir a mi nido familiar, a hacer lo que llamé mi etapa de «colecho» (un límite de 3 meses, tampoco se trataba de recrear el pasado). Me dejaba lamer las lágrimas por mis perritas, me acostaba a dormir siestas con mi mamá, platicaba horas con ella, pero tomaba con criterio sus experiencias; me dejaba consentir, invitar y no pagar un peso de súper y recibos, me comía los chocolates que mi hermano menor me dejaba en mi buró. Agradecía cada noche por la fortuna de tener esta familia.
Seguí yendo a mi psicoterapeuta y le pedí sesiones extra «de emergencia»; entré a un taller intensivo en mi escuela (IHPG) llamado «El arte de amarse a sí mismo«, donde trabajé con mi herida de infancia. Hice también un ritual de duelo, una meditación durante el eclipse, apoyé en las brigadas post temblor en la Del Valle y cuando me topé con FUCAM y las pacientes de cáncer de mama conocí mujeres lidiando con mayores batallas, incluso la muerte, que es la mayor y definitiva pérdida. Una señora que durante el temblor perdió a su marido y su departamento, me abrió los ojos: lo único importante que tenemos es la vida y la de nuestros seres queridos, así de simple y complejo, lo demás no lo tenemos y aún así todo y todos son prestados, cualquier día se derrumba. Creyendo que yo ayudaba, me ayudaron más a mí.
Me forzaba a comer, a dormir, a ir al gimnasio y a tomar baños de sauna y vapor… ¡sudar!, a no excederme en las copas los sábados, a no estar sola los domingos, a buscar a mis amigos y dejarme apoyar y consentir, a meditar diario 10 minutos, a no faltar a clases los lunes; redacté una carta para mí misma donde me daba ánimos y me decía cuánto me amaba y que contaba conmigo en esto. Canté con mis amigas las canciones más tristes en nuestros karaokes caseros; «me presentaron» a Mon Laferte y «Lo que construimos» de Natalia Lafourcade. Mejoró mi voz, supe distinguir la voz de pecho de la de cabeza. Entendí eso de «cantar con sentimiento».
Rezaba un Padre Nuestro y un Ave María cada noche, no soy la católica andante, pero recordaba a mi abuela y la paz de las misas en su iglesia… y pedía y platicaba con Dios, porque creyente sí soy. Finalmente, otro gran amigo me recomendó la (potente) terapia de los Cuencos Tibetanos y así todo mi viaje acelerador se hizo más redondo y hasta espiritual al son de esos ruiditos estridentes y las emociones que liberas de sólo escucharlos.
Una vez iba manejando y me dije a mí misma: ¡wow! creo que soy feliz, quizá no debería todavía, quizá no dure, quizá por hoy, pero de una extraña manera, de una nueva manera que no conocía, qué feliz soy en medio de esta tristeza y cuánto me quiero, más que nunca antes, ¡soy más mía como nunca fui de nadie!
No puedes evitar los procesos de pérdida, es decir, te puedes hacer guaje y anestesiar como si nada estuviera pasando, vivírtela de parranda, tapar el sol con un dedo, no soltar esa relación o ese trabajo, o encontrarte en dos segundos a «otro clavo», pero eso no acelera la recuperación de nada. Al contrario, la posterga o incluso la evita. Nada como mirar de frente a tú dolor, vivir la pérdida, ser paciente en el impasse (cuando lo viejo no acaba de irse ni lo nuevo ha llegado) y a entrarle con todo a esta batalla atacando todos sus flancos.
En la semana que peor me sentía, mi amada terapeuta me dijo: no te puedo empastillar por ahora, lo que sí puedo decirte es que confíes en el poder transformador del dolor y las lágrimas;míralo de frente, pero éntrale, sólo así sabrás qué hacer con eso.
Hoy también me despido de las oficinas de Kena, más no me despido de escribir ni de colaborar donde tanto aprendí y encontré. Tampoco me despido de ustedes ni de grandes personas que descubrí aquí, primero colegas, hoy amig@s; quizás, –guardando la esperanza bajo llave– volveremos a leernos muy pronto…
Toda pérdida aguarda ganancias fabulosas, ya te lo dije: nuevas, diferentes o mejores, esperemos (activamente) a ver de qué se trata…
¡Gracias por todo!
Tania
Síguenos en redes sociales como @KENArevista: