Una persona con problemas de adicción o trastornos de personalidad puede voltear de cabeza el mundo de quienes le rodean, al grado de que todos los implicados van perdiendo progresivamente el contacto con sus propias emociones, necesidades e incluso con la realidad.

Eso me tocó aprenderlo cuando aún era muy pequeña.

A mis nueve años, fui la quinta de seis hermanos y gran parte de mi energía mental estaba destinada a sobrevivir en un entorno familiar desgarrado por el abandono paterno, adicciones de mi hermano adolescente y la tristeza de mi mamá. Al mismo tiempo, hacía lo que podía por proteger un poco a mi hermano menor de tanta toxicidad y ayudar a mantener la precaria tranquilidad en casa y eso, muchas veces, implicaba renunciar a expresar mi enojo o mis inseguridades; sacrificaba los juegos infantiles para tomar el rol de hija parental.

En mi caso, la etapa de la pubertad y la primera adolescencia, esa en la que consolidamos nuestra autoimagen, estuvo marcada siempre el protagonismo de otros; diario había un miembro de la familia con problemas o situaciones más urgentes, importantes o graves que los míos; yo no era ni la mayor, ni la más chica, ni siquiera la de “en medio”, todo lo que a mí me pasaba ya le había sucedido a alguien más y en general nunca fui noticia.

El que sí sabía cómo llamar la atención era mi hermano mayor y mi relación con él era sumamente ambivalente: quería salvarlo y ayudarlo a superar sus adicciones que cada vez se hacían más graves ―sentía que era mi responsabilidad―, pero al mismo tiempo, comencé a desarrollar un montón de sentimientos de abandono, rencor e inferioridad. Eso me llevó a sentir que era un cero a la izquierda y que mi misión existencial era arreglar la vida de otros si es que en algún punto quería ser digna de amor y reconocimiento.

Yo era muy joven para saberlo, pero mi dinámica familiar me estaba haciendo replicar el patrón típico de la codependencia.

El problema con la codependencia es que afecta y deforma no solamente tu relación con alguien en particular, sino la forma en la que te interpretas a ti misma y al exterior. Progresivamente vas perdiendo de vista lo que tú quieres y comienzas a vivir a través de tu capacidad de “resolver” las dificultades ajenas; te acostumbras a vincularte con personas excesivamente demandantes o irresponsables que no te dejan tiempo para cuidar de ti y, por si fuera poco, así como tú asumes que tienes que salvar a los demás, también en el fondo estás esperando que alguien te salve.

Esa era más o menos mi forma de ver el mundo, cuando a los 16 años llegué a Alateen, una organización destinada a ayudar a adolescentes afectados por el alcoholismo o adicciones de otra persona. Como la codependencia es uno de los rasgos más característicos de quien convive con un alcohólico, una de las primeras cosas que me explicaron fue que la actitud de mi hermano no sólo lo estaba destruyendo, también nosotros estábamos dejando que tomara el control de nuestras vidas y que por un lado, no era mi responsabilidad salvarlo, por el otro sí era prioridad salvarme a mí.

Esto se dice muy fácil, pero cuando tienes 16 y te das cuenta de que no recibiste el cuidado, atención y reconocimiento que merecías porque otro miembro de la familia estaba absorbiendo toda la preocupación en casa, aparecen muchos sentimientos encontrados, especialmente cuando en el fondo sientes que tu vocación sigue siendo la de ayudar a otros.

Para lidiar con todo ese revoltijo emocional comencé a acercarme al tema del desarrollo humano, crecimiento espiritual y metafísica. Realmente no quería dejar de ayudar, pero quería aprender a hacerlo correctamente y para eso tenía que preocuparme primero por mí. Eso finalmente me llevó por el camino de la psicología clínica.

Con los años, me convertí en terapeuta y mis primeros pacientes codependientes fueron un reto enorme, porque mi contratransferencia emocional era tremenda y eso me impedía ver las cosas con objetividad. Pero al mismo tiempo ayudar a esas personas fue lo que a mí me permitió terminar de romper con el ciclo de codependencia que había arrastrado durante toda mi vida.

Hoy sé que soy inmensamente afortunada porque aunque el camino no ha sido fácil, tuve la oportunidad de convertir esas terribles heridas de infancia en algo positivo: toda la empatía y sensibilidad que desarrollé al crecer en un ambiente tóxico fue justamente lo que me permitió, con la guía y los estudios adecuados, profundizar en el problema de la codependencia para enfrentarlo en mi misma y ayudar a los demás a hacer lo mismo.

En buena medida, ese es uno de los objetivos de cualquier proceso terapéutico: no se trata de negar el pasado ni de reprimir recuerdos que aunque nos duelan, nos acompañarán toda la vida; se trata de aprender a convertir el dolor en sentido y fortaleza para encontrar y honrar nuestro propio camino.

Actualmente, me encuentro desarrollando un manual práctico para superar la codependencia emocional. Sígueme en redes sociales para ser de los primeros en enterarte de su lanzamiento.

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Fanpage: Ariadna Pulido Psicóloga y Terapeuta Sexual

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