Escribo para definirme, un acto de autocreación, en un diálogo conmigo misma, con escritores que admiro, vivos y muertos, con lectores ideales. Porque me da placer. No sé con certeza para qué sirve mi trabajo”. Esta frase de Susan Sontag da cuenta de su espíritu crítico constante y su lado hedonista por igual. Este dilema, constante en su existencia, es sin duda uno de los sellos más importantes de su trabajo como profesora, directora de cine y teatro, guionista, escritora, novelista y ensayista estadounidense.

Por Roberto Rodríguez Mijares

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Hija, esposa y madre

La infancia de Susan no fue la más sencilla. Sus padres fueron Mildred Jacobsen y Jack Rosenblatt, ambos judíos estadounidenses y gracias a los cuales el elemento religioso fue siempre muy importante en la vida de su hija. El padre de Susan se dedicaba al negocio de la peletería y -cuando ella apenas tenía 5 años de edad- falleció en China. Su madre consiguió el amor siete años después, cuando se casó con Nathan Sontag, de quien tanto la pequeña Susan como su hermana Judith adoptaron el apellido.

La vocación académica de Susan se manifestó desde muy temprano en su vida. A los 15 años de edad ya hacía culminado los estudios de la escuela secundaria y había ingresado en la Universidad de California en Berkeley. Nunca quedó claro que la llevó a pedir un traslado a la Universidad de Chicago, pero en esa ciudad conoció al profesor de sociología Philip Rieff y se casó con él tras un noviazgo de 10 días. Ella tenía apenas 17 años, pero era una joven muy decidida.

Para 1951 Susan se había recibido en Letras y para el año siguiente, la pareja se había mudado a la ciudad de Boston, con el fin de que Sontag emprendiera nuevos estudios en la Universidad de Harvard. En el nuevo hogar de la costa este de los Estados Unidos nació su hijo David (1952), quien con el tiempo también se convirtió en escritor.

La relación con Rieff se resquebrajó y al cabo de ocho años la pareja ya estaba divorciada. La prioridad de Susan parecía ser únicamente su formación académica. Con un doctorado en filosofía ya terminado, Susan viajó a Paris para continuar su formación en la Sorbona. Tenía veinticuatro años y una carrera que apabullaba a cualquiera.

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El llamado de las letras

Cuando regresó a los Estados Unidos, se radicó en Nueva York. Allí desempeñándose como docente en varias y prestigiosas universidades, pero para ese momento sentía que su llamado era otro: escribir.

En 1963 Susan publica su primera novela, El benefactor. Este texto fue bien recibido por el mundo editorial estadounidense y le permitió probar su pluma en revistas como Harper’s y The New York Review of Books, entre otras. En un momento histórico convulsionado por eventos como la Guerra de Vietnam, el movimiento pacifista y la emancipación femenina, Susan encontró oportuno escribir ensayos. Fue así que se convirtió en una de voces más autorizadas de su generación.

Para muchos, parte de su éxito como ensayista se debe a que abordó en sus textos  la distancia que hay entre la realidad humana, cultural, artística y nuestra interpretación de esa realidad. Muchos de esos ensayos se compilaron en Contra la interpretación, un texto que se publicó en 1968 y que fue enarbolado por muchos como la mejor visión de esa época.

Con él éxito de este título a cuestas, Susan adquirió la reputación de ser una intelectual autónoma sin ataduras de ningún tipo que, además, había rescatado el formato del ensayo para proponer a los estadounidenses que hicieran una profunda revisión propia de sus maneras, bien fuera el tema la política o la pornografía. Para 1969 los textos sobre estos asuntos estaban publicados en otro libro: Estilos radicales.

Desde una suerte de trono intelectual, Susan Sontag dominaba la escena literaria y crítica norteamericana. Quizás fortalecida por todo aquello y al borde del cambio de década, la escritora decidió que era momento de traspasar la barrera de las letras y expresarse en otro idioma. Fue el séptimo arte el medio que eligió para aventurarse.

Con una confesa admiración por el cineasta Ingmar Bergman, Susan Sontag incursionó en 1969 como guionista y directora con la cinta Duelo de caníbales. Repitió la experiencia en 1971 con Hermano Carl. Ambas películas fueron rodadas en Suecia, como parte de un tributo a Bergman que la hizo ser prácticamente una hija adoptiva de ese país.

Tierras prometidas, que filmó en Israel en 1973, fue su tercera película. Se trató de un documental sobre las tropas israelíes en los Altos del Golán, titulado: Tierra prometida. Para su propia sorpresa, ninguna de sus tres producciones tuvo la receptividad en la crítica o el público que ella esperaba.

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