Hace 20 años tuve un accidente que pudo costarme la vida. Tenía tres días de haber comenzado a trabajar en una emisora de radio y mi horario empezaba muy temprano. Ese día lloviznaba, aún estaba oscuro, y cuatro cuadras antes de llegar a la estación, una camioneta me chocó en un cruce.
El golpe fue en la puerta trasera del lado del conductor. Mi carro, un Mustang rojo del año 84, dos puertas, dio un giro que me dejó en sentido contrario a la vía, como si me estuviera comiendo la flecha. Durante ese instante que el carro giraba sentí cómo mi cabeza golpeó el techo y mi cuello se estiró de un modo extraño. Fueron apenas segundos, pero cuando el carro paró, sólo me recuerdo con las manos sujetando firmemente el volante y sintiéndome que estaba ahí, sabiendo que me habían chocado y que estaba en shock.
Después de varios segundos, me bajé del carro y el otro conductor también lo hizo. Era el chofer de una comandante de la Guardia Nacional. Se puso nervioso, empezó a acusarme de que yo tenía la culpa y que ahora tenía que reportar “la novedad”. Le tuve que prestar mi teléfono para que llamara a su jefe, contarle lo sucedido y esperar instrucciones.
Recuerdo que de la nada, en medio de la oscuridad, apareció un señor muy delgado, bajito y con un flux negro, con un periódico en la mano, que se me acercó para preguntarme si estaba bien.
Llamé a mi esposo para contarle y se presentó junto con mi papá. Yo me sentía bien, sólo estaba asustada. Apenas llegaron y me vieron, me puse a llorar. Pero yo estaba viva, asustada y en shock, pero estaba bien. Me dolía el cuello, pero estaba bien.
Iba amaneciendo y, aún desconcertada, recuerdo el momento en que pasaron algunos conductores que me gritaban que eso me había pasado “por comerme la flecha”.
Durante dos horas esperamos que llegara el fiscal de tránsito y levantara el choque. Dijo que si había heridos, los carros quedarían detenidos; por eso salté y le dije que no, que no había heridos, que solo tenía molestia en el cuello, pero no podría permitir que me retuvieran el carro.
Tomé los datos del conductor y se comprometió a hacerse cargo de los daños. Como podrán imaginarse eso nunca sucedió, aunque fui a denunciarlo delante del propio jefe de la Guardia Nacional en la Comandancia General. En fin, logré reparar los daños de mi carro, porque pude pagarlo, no porque lo tuviera asegurado.
Aunque compré el collarín, nunca lo usé, porque me molestaba para manejar.
En lo que a mí respecta, seguí hasta la emisora y conté lo sucedido. Trabajé mi jornada completa y me fui a mi casa. A los tres días no soportaba la molestia y acudí a un traumatólogo que me diagnosticó síndrome de latigazo cervical, me indicó analgésicos y relajante muscular y, por supuesto, el temido collarín por 21 días y reposo por el mismo tiempo.
Aunque compré el collarín, nunca lo usé, porque me molestaba para manejar. Algunas veces me lo puse de noche, pero no cumplí con las indicaciones. Tenía una casa y dos niños pequeños que atender. Tampoco me podía dar el lujo de tomar reposo cuando apenas había comenzado a trabajar.
Años más tarde comenzaron las contracturas en cuello y espalda, corrientazos y adormecimientos en los brazos. Consulté con otros traumatólogos que me indicaron, ya no el collarín, eso ya no serviría de nada, sino más calmantes y terapias de rehabilitación. El latigazo cervical pasó a cervicalgia, cervicobraquialgia, lumbalgia y dolores de cabeza. Lo que más he odiado han sido las veces que he tenido que hacerme una resonancia magnética y los rayos x que indican “rectificación de la lordosis cervical”. Estudios que eran necesarios para que el doctor chequeara el estado de mi columna.
Me he hecho terapias homeopáticas, acupuntura, masajes. He acudido cada cierto tiempo a los especialistas, cuando me siento peor. He tenido épocas más críticas, de mayor dolor. Hace ocho años, un doctor me advirtió que tenía dos hernias discales y que debía operarme de inmediato, porque con los años el desgaste se iría agudizando. Rechacé la idea cuando me dijo que la operación era abrirme por un lado de la garganta para poder llegar a la sección de la cervical que había que reparar. Escuché y medité los pro y los contra y, finalmente, decidí no operarme.
«Cada día agradezco a Dios que solo fue eso, un latigazo del que sufro las consecuencias, pero del que hoy puedo echar el cuento»
La dolencia se volvió crónica y ahora debo buscar alivio en calmantes y relajantes. En masajes que le pido a mi hija cada noche cuando ya no aguanto. En terapias caseras de frío y calor. La contractura se ha extendido desde la cervical hasta la zona lumbar y, a veces, se agrava debido a que paso horas trabajando sentada frente a una computadora.
He aprendido a lidiar con mi cuello roto. Tengo ya años luchando con las molestias, tal vez porque no tomé en serio las indicaciones iniciales que me dio el primer traumatólogo. Pero lo seguiré soportando y buscando alivio.
Cada día agradezco a Dios que solo fue eso, un latigazo del que sufro las consecuencias, pero del que hoy puedo echar el cuento. Agradezco no haberme roto el cuello ese día, porque pude haberme quedado ahí en el sitio. Hoy les dijo a mis hijos que gracias a Dios el asunto no fue más grave, porque, para ese entonces, Andrés tenía seis años y Mariana apenas un año. Si la historia hubiera sido otra, no los hubiera visto crecer y ellos hubieran perdido a su mamá a muy temprana edad.
Para quienes han pasado por algún tipo de accidente, mi recomendación siempre será atender las indicaciones médicas del momento, cumplir el tratamiento e ir a casa como niñas buenas a curarse. Porque lo primero debe ser pensar en nosotras, en estar bien; de lo contrario, el día de mañana podríamos arrepentirnos.
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